RESISTENCIA 2.0 -
La manera en que las fuerzas de desestabilización
se vinieron manifestando en Nicaragua durante los últimos meses, debe
enmarcarse en una región donde la violencia armada y paracriminal representada
en bandas como la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Calle 18 (M18), han mutado de
bandas callejeras a desempeñarse en niveles medios del crimen organizado,
sirven de peones en la defensa de la industria internacional del narcotráfico.
Ganar el territorio nicaragüense, ajeno al control paramilitar de sus instituciones,
a la causa del narcotráfico y sus derivados criminales, se había convertido en
parte de los móviles para presionar por el cambio de régimen en el país.
Origen transnacional de las pandillas
centroamericanas
Las pandillas en Guatemala, Honduras y
El Salvador, naciones ubicadas en lo que se conoce como el Triángulo
Norte centroamericano, son el resultado de países alterados por el destino
de repúblicas bananeras que Estados Unidos determinó en función de alimentar su
estatus de superpotencia.
Durante los conflictos armados de los
años 70 y 80, más de 1 millón de personas emigraron producto de las cruentas
guerras en Centroamérica, donde Estados Unidos tuvo un papel clave en el
financiamiento de grupos mercenarios; recordemos a los Contra, para evitar
la llegada al poder, o la consolidación en el caso de Nicaragua, de gobiernos
alternativos. Esa es la causa principal que determinaría el grueso de la
historia contemporánea de Centroamérica, allí donde la violencia de los años 70
se une, en un mismo trayecto, en un mismo plan, con la terrible ola de
violencia que azotó a Nicaragua.
Volviendo a la emigración forzada. Los
que tomaron como destino el norte del continente americano, obligados a la
clandestinización, se formaron en las prácticas de crimen común, vandalismo y
el narcotráfico como respuesta de sobrevivencia a la violencia cotidiana. En el
año 1996 se implementó en Estados Unidos la deportación masiva
de inmigrantes. Como consecuencia, 200 mil ciudadanos, la cuarta parte de ellos
presos por estar relacionados a la cultura pandillera, fueron trasladados a
Honduras, Guatemala y El Salvador.
Allí comienza la transnacionalización
de las Maras, una de las formas sociales más famosas de un amplio espectro de
criminalidad.
Los grupos violentos absorvieron a las pandillas
locales e importaron los códigos de un nivel de violencia criminal más
organizado, con el aditivo de un flujo de armas adquiridas ilegalmente en los
estados fronterizos de Estados Unidos.
En ese contexto, se ubica el triunfo y
desarrollo de la revolución sandinista, que enfrenta su propia condición, a
nivel geopolítico: estar en el corredor de tráfico de drogas que viaja
desde los Andes con destino a los grandes mercados de las urbes
norteamericanas. El enfoque ideológico con que Nicaragua aborda la penetración
de bandas criminales es contrastable con las soluciones presionadas
por la Agencia de Control de Drogas (DEA) y aplicadas en los países del
Triángulo Norte, diezmado por el MS-13 y el M18.
El Estado nicaragüense ha
confrontado a pandillas locales menos violentas, a través de una articulación
entre las fuerzas de seguridad nacional y la ciudadanía, conformando grupos de
vigilancia comunitaria y logrando la identificación y desmovilización
temprana de agentes del caos en barrios y localidades, con el fin de
desescalar la violencia en el país. El resultado es tan
evidente que ni organizaciones mundiales han podido negar la
excepcionalidad con sus vecinos fronterizos: Nicaragua es conocido como el
país más seguro del planeta.
Sin embargo, el fortalecimiento de las
Maras en las débiles estructuras estatales del Triángulo Norte, que se
profesionalizaron, expandiendo su participación a actividades de extorsión,
crimen organizado y el tráfico de drogas y personas, ha intensificado en
el país la importación de células ligadas al pandillaje regional.
Lugareños de Soto y San Lucas, poblaciones fronterizas con
Honduras, sufren la intervención de estas bandas en su cotidianidad.
El arresto en 2017 de Sergio
Umaña, presunto líder del MS-13, acusado de lavado de dinero y tráfico
internacional de drogas, es el antecedente más destacado de una serie de
detenciones en departamentos fronterizos de Nicaragua que confirman la
adquisición de propiedades y recursos logísticos, así como las intensiones de
establecer células de la organización en ese país.
Torturas,
incendios y asesinatos: emulación de células paramilitares
Ahora, con el surgimiento de las
manifestaciones aparentemente pacíficas en abril de 2018, utilizando el modelo
de revolución de color como línea de acción para forzar un cambio de
régimen, se fija el enlace de los operadores intelectuales con grupos
paramilitares que escalen el conflicto a un nivel mayor de violencia política.
Mientras que toman y aseguran territorios valiéndose del caos, la campaña
mediática inicial de cubrir con el manto cívico a los grupos violentos blanquea
a los involucrados en los hechos y se los adjudican al gobierno de Daniel
Ortega.
En Venezuela, por ejemplo, el plan de
golpe de color se gestionó con el apoyo del paramilitarismo colombiano, sobre
todo en los puntos candentes de la guarimba en los estados fronterizos como
Táchira y Zulia. En Nicaragua, son las pandillas y Maras constituidas en los
países vecinos las que acuden al llamado de los intereses transnacionales.
Justamente es su forma de operar, la que sugiere su autoría en el rastro
de horror de las más de 170 víctimas fatales.
Las similitudes en las formas de actuar
de las agrupaciones criminales en el desarrollo del conflicto nicaragüense y
las células pandilleras en regiones fronterizas, se observan en el uso de
asesinatos selectivos, la extorsión, saqueos de negocios, control de las vías
de comunicación y extorsión a la ciudadanía. El modus operandi que
los indentifica.
Secuestrar y amordazar a las víctimas para
golpearlas, amenazarlas de muerte y grabar las acciones que luego difunden en
redes sociales, evocaban las tácticas de terror que bandas
paramilitares aplican en otros países. A finales del año pasado, miembros del
MS-13 grabaron y luego publicaron en redes sociales la tortura y posterior
asesinato de una menor de edad, un caso que no sólo impactó a la opinión
pública sino que sirvió de propaganda para que el MS-13 se proyectara por
encima de la capacidad policial de la autoridades salvadoreñas.
En distintos departamentos, que
sufren el acoso de estos agentes ajenos a la comunidad, han delatado a
estos grupos que, con la indulgencia de representantes de la oposición
política, organismos no gubernamentales y la Iglesia católica, toman control de
las vías de comunicación, imponen un estado de sitio, saquean negocios pequeños
y extorsionan a los habitantes.
La imposición de los paros
nacionales como medida de presión fue una estrategia empleada por las
pandillas en 2015 contra el gobierno salvadoreño, que obligó a un
paro de transporte, amenazando con matar a cualquiera que los desafiara.
Asimismo ha funcionado en Nicaragua los llamados a trancar las calles y
armar barricadas. En Madriz, el FSLN denunció que actores extremistas
y asociados a la dirigencia opositora amenazaron y extorsionaron a la población
con armas de fuego ante la negativa de sumarse a las barricadas para paralizar
al país.
La intimidación, incorporando
lenguaje de guerra en el entorno de los nicaragüenses, se ejecuta en la
inserción en el territorio de estos ejércitos no regulares abocados al cambio del
poder político.
El asesinato selectivo de personas que
alimenten la confrontación de los grupos opositores y el desprestigio de los
procesos de diálogo convocados por el Estado nicaragüense se alternaron
con el mantenimiento del vandalismo interno que contenga, por medio de la
instauración del terror, a la organización de las comunidades que habían
restablecido la normalidad en sus localidades.
Es el caso de Mayasa, departamento del
oeste que estuvo bajo asedio de las bandas armadas durante dos meses, y que
hoy, liberadas de estas, relatan los vecinos del sitio.
Los focos de violencia, mayores en las
regiones centrales y del norte del país, aumentaron vertiginosamente en el mes
de junio, con un incremento en los sicariatos a miembros de los cuerpos de
seguridad, dirigentes de movimientos políticos, instituciones públicas y
organizaciones sociales, así como en los casos de incendios a hogares, escuelas
y centros hospitalarios.
El cénit de los ataques se
concentró en el este de la capital de Managua, cuando en un mismo día se
registró el fallecimiento de 7 personas, entre ellas dos menores de edad,
producto del incendio de una vivienda familiar causado en la madrugada del
16 de junio por grupos violentos, y el asesinato durante el día de Francisco
Ramón Araúz Pineda y Antonio Fernández, que intentaban atravesar una
barricada.
Araúz fue, además, incinerado por
los terroristas mientras grababan la acción. Al 21 de junio, el Cuerpo de
Bomberos Unificados, contabilizaba en 54 los incendios estructurales,
30 de ellos provocados por vándalos encapuchados.
Intereses
bajo cuerda en el escenario internacional
Los medios privados, que conduce los
eventos a la victimización de los operadores violentos, difundiendo acusaciones
sin pruebas claras y aprovechándose de la fatalidad terrorista, apela a la
ignorancia de sus espectadores internacionales para posicionar la narrativa de
la violación de derechos humanos en el país por parte de las instituciones gubernamentales.
Pero la mínima inmersión a la cadena de eventos que deterioraron a una región
ejemplar en el área de seguridad nacional, hace imposible asociar al gobierno
que dirigió las políticas para aislar la criminalización del país que Estados
Unidos impuso en Centroamérica.
Ese estado de horror permanente, que en
Nicaragua abre paréntesis a la normalidad que movimientos sociales sandinistas
iniciaron en la década de los 90 en su territorio, es el azote diario de las
naciones que la bordean, y que propagandistas de la democracia occidental
omiten.
La violencia política de los 70 y
80 se transformó en la violencia criminal de las pandillas bajo el amparo
o el desinterés de sectores corrompidos de los Estados. 52
asesinatos en un solo día fue la cifra más letal de El Salvador en 2015. 7
mil 172 homicidios fueron el saldo anual de 2012 en Honduras. Un día
histórico para Guatemala, que tiene una tasa de 75 homicidios por cada 100 mil
habitantes (el triple que el promedio anual de la región), es que pasen 24
horas sin que ocurra ningún asesinato. Transferir la
configuración criminal de este triángulo, para contribuir al derrocamiento
de Daniel Ortega, es cuestión de financiamiento a los vasallos adecuados.
Vuelven a la memoria Siria y Libia,
remotas en distancia, pero cercanas en las intenciones del poder fáctico por
desmantelar a los Estados de los países periféricos, un proyecto político que
no conoce de fronteras y que se adapta a las características territoriales y
culturales del sitio al que ataca. Las fichas, llámese Estado Islámico o Mara
Salvatrucha, construidas en zonas balcanizadas, son funcionales a la
caotización de territorios y tienen el potencial para fungir como actores no
estatales en la pretensiones cada vez más urgentes, y menos eficaces, del orden
mundial occidental por instaurar un estado de excepción global.
Justamente, con la deportación masiva
de los años 90, el sincretismo con la violencia criminal en Estados
Unidos, la mega plaza del narcotráfico que se consolidaba en Los Ángeles con su
respectivo cordón umbilical en Centroamérica y la transformación del
centroamericano precarizado por el conflicto armado en un obrero de la
industria del narcotráfico, se sentaron los pilares para descabezar, en el
momento indicado, a los países que aún se resisten a ser una maquila o que
coloquen diques a las rutas del narcotráfico del cual depende Estados Unidos,
tanto su gobierno como su enferma y destruida población.
(Investigación: Misión Verdad)
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